El monje y su sombra

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En el monasterio de la Montaña Clara, vivía un monje llamado Ananda. Su dedicación era legendaria. Buscaba una iluminación pura como un diamante, una luz tan brillante que no arrojara sombra alguna.

Cada día, se sentaba a meditar bajo el gran árbol Bodhi. Con esmero, elegía su lugar de tal forma que el sol de la mañana proyectara su sombra detrás de él, donde no pudiera verla. Para Ananda, su sombra era un recordatorio de todo lo que despreciaba de sí mismo: el destello de orgullo que sentía cuando era elogiado, la punzada de envidia hacia un monje más sereno, el recuerdo de sus anhelos mundanos. Creía que la iluminación solo llegaría cuando lograra aniquilar por completo esa mancha oscura.

Un mediodía, mientras se encontraba en una profunda quietud, sintió una presencia frente a él. Abrió los ojos, sobresaltado. Su sombra ya no estaba a su espalda. Se había desprendido de sus pies y estaba sentada frente a él, una silueta de oscuridad palpable contra la hierba iluminada por el sol.

La sombra habló, y su voz no era malvada, sino profunda y calmada, como el eco en un pozo. —Luchas con todas tus fuerzas por desterrarme, Ananda —dijo—. ¿No comprendes que cuanto más corres hacia el sol, más nítida y oscura me vuelvo a tu espalda?

El terror y la ira se apoderaron de Ananda. Recitó mantras protectores, intentando disolver la aparición con la fuerza de su voluntad. Pero cuanto más luchaba, más sólida y definida se volvía la sombra.

—Me llamas tu ego, tu debilidad —continuó la sombra—. Pero yo soy mucho más. En mí guardo el miedo que te ha hecho prudente. Guardo el deseo que te impulsó a iniciar esta búsqueda. Guardo la ira que te ha mostrado dónde necesitas sanar. No puedes amputarme sin desangrarte. Me necesitas para estar completo.

La sombra le hizo una invitación. —Deja de huir. Deja de luchar. Solo date la vuelta, mírame de frente y reconóceme.

Agotado por su guerra inútil, Ananda finalmente se rindió. Cesaron sus mantras. Con un acto de inmenso coraje, giró su cuerpo y se sentó cara a cara con su propia oscuridad. No la juzgó, no la analizó. Simplemente, la observó y, con una leve inclinación de cabeza, la aceptó como parte de sí mismo.

En el momento en que lo hizo, la sombra se puso de pie. No era una figura amenazante, sino grácil. Extendió una mano oscura, no para atacar, sino para invitar.

Ananda, vacilante, se levantó. Y bajo el árbol Bodhi, comenzó la danza más extraña y sagrada. Al principio, sus movimientos eran torpes, una lucha contenida. Pero poco a poco, comenzó a moverse con la sombra, no contra ella. Sincronizaron sus pasos, sus giros, sus pausas. Era una danza de aceptación. A medida que danzaban, los bordes afilados de la sombra se suavizaron. Su negrura impenetrable se transformó en un gris traslúcido y danzarín.

La danza terminó en una quietud compartida. La sombra no desapareció. En su lugar, fluyó suavemente de vuelta hacia Ananda y se reintegró con él, volviendo a su lugar a sus pies. Pero ya no era una mancha oscura que él intentaba ocultar. Era una presencia natural, una compañera armoniosa que se movía con él.

Ananda sintió una paz que nunca había conocido en su búsqueda de la pureza. No era la luz brillante y solitaria de un diamante, sino la luz cálida y completa de una llama, que necesita de la oscuridad a su alrededor para poder brillar.

Se convirtió en un gran maestro, no porque fuera perfecto, sino porque estaba completo. Y a quienes acudían a él buscando la luz, él siempre les daba el mismo consejo: «No maldigas tu oscuridad. Ten el valor de invitar a tu propia sombra a danzar».

Fin.

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