Había una vez un rey, poderoso y sabio, aunque profundamente atormentado por sus propias emociones. Aunque su reino prosperaba y sus súbditos lo adoraban, él vivía en un estado de constante ansiedad. El miedo al fracaso y la inseguridad sobre su propia capacidad para gobernar lo atormentaban día y noche.
Un día, tras una noche sin dormir, el rey convocó a su sabio consejero, un anciano que había pasado años dedicado a la contemplación y al conocimiento.
—Mi buen amigo —dijo el rey, mirando con ojos cansados a su consejero—. Aunque tengo todo lo que cualquier hombre podría desear, no encuentro paz. Mis pensamientos me atormentan y mis emociones me arrastran de la euforia a la desesperación en cuestión de minutos. Dime, ¿cómo puedo hallar un remedio para esta inquietud?
El anciano sabio lo observó en silencio. Luego, asintiendo con una leve sonrisa, respondió:
—Majestad, conozco una solución, aunque es sencilla, su poder es grande. Para este propósito, haré forjar un anillo. Este anillo, cuando lo observes en los momentos de agitación, te recordará una verdad profunda que traerá calma a tu corazón.
Intrigado, el rey accedió, aunque con cierto escepticismo. Pasaron algunos días, y el anciano volvió con el anillo. Era simple, de oro pulido, y en su superficie se leía una inscripción grabada con delicadeza: Esto también pasará.
El rey, al ver el anillo, frunció el ceño, decepcionado.
—¿Es esta la gran solución? ¿Unas simples palabras? —preguntó, alzando el anillo para verlo mejor.
El sabio sonrió, inclinándose ante él con respeto.
—Majestad, cuando te encuentres en un momento de dolor, angustia o enojo, mira el anillo y recuerda estas palabras. Y no solo en los momentos difíciles: incluso en los momentos de triunfo y júbilo, recuérdalas. Verás que estas palabras contienen una verdad inmensa.
El rey aceptó el anillo y comenzó a llevarlo en su mano. Al principio, lo olvidó por completo en los días de calma y prosperidad, y solo lo miraba en los momentos de incertidumbre. Sin embargo, cada vez que sentía que las dificultades lo abrumaban, leía esas palabras: Esto también pasará. Y, aunque de forma sutil, empezó a notar un cambio en su estado de ánimo. Las palabras le recordaban que las dificultades no durarían para siempre, y poco a poco, sus miedos comenzaban a desvanecerse.
Un día, el reino fue atacado. El rey, lleno de coraje, lideró a sus soldados en una ardua batalla. En el fragor del combate, herido y agotado, sintió una intensa desesperación. Fue entonces cuando, mirando el anillo en su dedo, leyó las palabras: Esto también pasará. Con un renovado sentido de calma y claridad, volvió al campo de batalla, alentado por la certeza de que incluso esa terrible situación no duraría para siempre.
Después de muchas horas, la victoria fue suya. Regresó al palacio, exhausto pero victorioso, y esa noche hubo una gran celebración en su honor. En medio de la fiesta, sintiéndose eufórico y pleno, miró nuevamente el anillo y las palabras se presentaron ante él con un nuevo significado. Esto también pasará. Comprendió que la gloria y la alegría también eran pasajeras, y que debía recibir estos momentos con gratitud, sin apegarse a ellos.
El tiempo pasó, y el rey se dio cuenta de que había alcanzado una paz profunda. En los momentos de tristeza o alegría, de victoria o derrota, se recordaba a sí mismo que nada era eterno. La vida fluía como un río, y su anillo le recordaba, con la misma calma serena, que toda situación, buena o mala, era temporal.
Con el tiempo, el rey llegó a ser conocido no solo por su poder, sino también por su sabiduría. Su gente decía que la paz había llegado a él, y que la portaba consigo en cada gesto y en cada palabra. Y así, gracias a unas sencillas palabras grabadas en un anillo, el rey encontró la calma que tanto había buscado.
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