En un pequeño pueblo rodeado de montañas verdes y frondosos bosques, vivía un niño llamado Tomás. Tomás era un joven intrépido, conocido por su valentía y curiosidad inagotable. A menudo escuchaba las historias que los ancianos del pueblo contaban sobre un dragón legendario que dormía en la cueva más alta de la montaña. Según las leyendas, este dragón custodiaba un tesoro inimaginable.
Un día, movido por su afán de aventuras, Tomás decidió que sería el primero en encontrar al dragón y el tesoro. Armado con una espada de madera que él mismo había tallado, emprendió su camino hacia la cima de la montaña.
El camino hacia el dragón
Durante su ascenso, Tomás encontró varios obstáculos: ríos que cruzar, rocas que escalar, y densos bosques que atravesar. Sin embargo, su determinación no flaqueaba. En el camino, se encontró con un sabio anciano que le advirtió:
—Ten cuidado, joven Tomás. El dragón es poderoso y el tesoro puede no ser lo que esperas.
Tomás, con una sonrisa confiada, respondió:
—No te preocupes, abuelo. Estoy listo para cualquier cosa.
El anciano, con una mirada sabia, le deseó suerte y continuó su camino.
El dragón dormido
Finalmente, Tomás llegó a la cueva del dragón. La entrada era enorme, y desde adentro emanaba un leve resplandor dorado. Al entrar, Tomás se encontró cara a cara con el dragón dormido, una criatura majestuosa con escamas brillantes que reflejaban la luz de las antorchas. Tomás sintió una mezcla de miedo y admiración al observar la imponente figura del dragón.
Con el corazón latiendo con fuerza, se acercó al tesoro, que consistía en montones de oro y joyas esparcidas por toda la cueva. Sin embargo, mientras tomaba una joya en sus manos, el dragón abrió un ojo perezosamente y habló con una voz profunda y resonante.
—¿Qué buscas, pequeño humano? —preguntó el dragón, sin mostrar ni una pizca de hostilidad.
Tomás tragó saliva y respondió con honestidad:
—He venido a buscar el tesoro del que todos hablan.
El dragón sonrió, mostrando sus afilados colmillos.
—¿Y qué harás con él si lo encuentras? —preguntó, observando a Tomás con interés.
La lección de humildad
Tomás, recordando las historias de los aldeanos sobre la avaricia y el poder, bajó la mirada y respondió:
—No lo sé, señor dragón. Creo que quería demostrar que soy valiente y digno de algo grande.
El dragón, con sabiduría en su mirada, replicó:
—La verdadera valentía no está en conquistar ni poseer, sino en entender tus propios límites y aceptar quién eres. El tesoro que ves aquí es solo un reflejo del deseo de los hombres, pero el verdadero tesoro es la humildad y el autoconocimiento.
Tomás, con una nueva comprensión, asintió. Dejó la joya en el suelo y dijo:
—Gracias, dragón. Entiendo ahora que no necesito un tesoro para ser valiente.
El dragón, complacido con la respuesta de Tomás, cerró los ojos y volvió a dormir.
El regreso a casa
Tomás descendió de la montaña con un corazón más ligero y una lección invaluable. Al llegar al pueblo, compartió su experiencia con los aldeanos, quienes escucharon atentamente y aprendieron también la importancia de la humildad y el autoconocimiento.
Desde entonces, Tomás fue conocido no solo como un niño valiente, sino también como alguien sabio, recordándonos a todos que el verdadero valor reside en reconocer nuestras propias fortalezas y debilidades.
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