Había una vez un poderoso samurái que, pese a su habilidad con la espada y su fortaleza, se sentía perdido. La vida de batallas y victorias no le llenaba, y su mente era un torbellino de dudas. Un día, decidió visitar a un sabio monje que vivía en un templo en la cima de una montaña.
Al llegar, el samurái se inclinó ligeramente, más por cortesía que por respeto, y dijo con voz firme:
—Monje, he venido desde lejos en busca de sabiduría. Quiero saber qué diferencia hay entre el cielo y el infierno.
El monje lo miró de arriba abajo con calma y, tras unos segundos de silencio, estalló en risas burlonas.
—¿Tú? ¿Un samurái como tú busca sabiduría? Mira tus manos torpes, tus pies pesados y tu rostro lleno de ira. ¡Eres una desgracia para tu casta! Ni siquiera sabes empuñar correctamente tu espada.
El samurái se quedó atónito. Su rostro se encendió de furia y, sin dudar, desenvainó su espada.
—¡Cómo te atreves a insultarme! —rugió, con los ojos encendidos como brasas.
Se preparó para atacar, pero antes de que lo hiciera, el monje levantó la mano y con una voz serena le dijo:
—Esto, samurái, es el infierno.
El guerrero se quedó paralizado. La espada tembló en su mano mientras sus palabras penetraban en su mente. De repente, comprendió. El infierno no era un lugar de fuego y tormento, sino ese estado de ira y descontrol en el que él mismo se había sumergido.
Bajó lentamente la espada, respiró hondo y, con un gesto de arrepentimiento, la envainó de nuevo. Miró al monje con humildad, inclinando la cabeza.
—Lo entiendo… Gracias.
El monje sonrió suavemente y dijo:
—Y esto, samurái, es el cielo.
En ese instante, el guerrero sintió una paz que nunca antes había experimentado. Supo que el cielo y el infierno no estaban en ningún lugar lejano, sino dentro de él mismo, en la manera en que enfrentaba la vida y sus emociones.
Desde entonces, el samurái vivió con una nueva perspectiva, buscando siempre el equilibrio y la calma que había aprendido aquel día en la montaña.
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