El joven arquero y el maestro zen

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Kaelen era el arquero más dotado de la provincia. Su postura era impecable, su arco, una extensión de su brazo, y su fuerza, innegable. Podía acertar en el corazón de la diana a cien pasos de distancia nueve de cada diez veces. Y, sin embargo, vivía en una profunda frustración.

Porque era esa décima flecha la que gobernaba su mente. Esa flecha errática, impredecible, que se desviaba por un suspiro de viento o por un pensamiento fugaz. Su búsqueda de la perfección se había convertido en un tormento, y su mente, en un torbellino de dudas y anhelos.

Oyó hablar de un viejo maestro que vivía en lo alto de las montañas, un hombre que en su juventud fue el más grande de los arqueros, pero que ahora dedicaba sus días a cuidar un pequeño jardín de musgo. Convencido de que el anciano guardaba alguna técnica secreta, Kaelen emprendió el viaje para encontrarlo.

El maestro lo recibió en silencio. Kaelen, ansioso por demostrar su valía, tomó su arco y lanzó tres flechas. Las tres se clavaron, vibrando, en el centro exacto de la diana. Esperó una palabra de elogio.

El maestro, impasible, se agachó y recogió una hoja de arce que el viento había depositado a sus pies. La sostuvo en alto. —Tu diana ya no es esa —dijo con una voz tranquila—. Es esta.

La soltó. La hoja comenzó su danza impredecible hacia el suelo. Kaelen, desconcertado por la tarea imposible, disparó. La flecha se clavó en el tronco del árbol, lejos de la hoja. Lo intentó de nuevo, y de nuevo, con una frustración creciente. La hoja siempre parecía burlarse de él.

—¡Es imposible! —gritó finalmente—. ¡Se mueve! ¡No tiene un centro!

—Exacto —respondió el maestro—. Has entrenado tu cuerpo para acertar en un objetivo fijo. Pero no has entrenado tu corazón para entender el propósito de tu flecha. Dime, cuando apuntas a la diana, ¿cuál es tu intención? —¡Acertar! ¡La perfección! —dijo Kaelen sin dudar. —Tu intención es rígida, por eso buscas un blanco rígido —explicó el maestro—. Pero la vida, a menudo, es una hoja en el viento. No puedes ‘acertar’ en ella. Solo puedes ‘acompañarla’. Tu intención no debe ser perforar, sino danzar.

Al día siguiente, el maestro llevó a Kaelen a un claro sereno, donde había colocado una vela sobre un poste de madera. —Hoy, tu blanco es la llama que aún no arde —dijo. Luego, le pidió que cerrara los ojos—. Olvida la flecha, olvida la vela. Siente solo la textura de la cuerda en tus dedos. Escucha tu propia respiración, ese es el verdadero centro de tu mundo. Conviértete en el silencio que hay entre cada latido de tu corazón.

Kaelen obedeció. Dejó de ser un arquero que iba a disparar. Se convirtió solo en respiración, en sensación, en silencio. El mundo exterior se desvaneció. —Ahora —susurró el maestro—, abre los ojos y suelta.

En un movimiento fluido, casi inconsciente, Kaelen abrió los ojos, tensó y liberó la cuerda. No hubo pensamiento. No hubo duda. La flecha voló, veloz y silenciosa, y partió la mecha de la vela sin tocar la cera.

Kaelen se quedó inmóvil, observando la mecha partida. No sintió el orgullo del éxito, sino una calma profunda y resonante. Comprendió. El secreto no estaba en apuntar mejor, sino en aquietar la mente que apuntaba. La presencia total era la técnica secreta.

Se giró hacia el maestro, quien simplemente tomó otra hoja del suelo y la dejó caer.

Kaelen sonrió. Levantó su arco. Su mente estaba en calma, como un lago en un día sin viento. Su intención ya no era acertar. Su intención era simplemente ser uno con el vuelo de la flecha. Respiró hondo, se ancló en el presente y soltó la cuerda.

La flecha no tocó la hoja. Voló tan cerca de ella, siguiendo sus giros y caídas, que pareció guiarla en su descenso, como si ambas fueran compañeras en una misma danza. Aterrizaron juntas sobre el suave musgo.

Kaelen hizo una profunda reverencia. Había llegado buscando el secreto para no volver a fallar nunca. Y se marchaba habiendo comprendido que el verdadero maestro no es el que siempre acierta en el blanco, sino el que nunca pierde su centro, sin importar a dónde vuele la flecha.

Fin.

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