En un tranquilo estanque, rodeado de juncos y nenúfares, vivía una pequeña rana llamada Lila. Lila era curiosa, siempre buscando algo nuevo que aprender. Cada noche, cuando el sol se escondía y la luna salía a brillar en el cielo, Lila se quedaba fascinada, observando la gran esfera plateada reflejada en el agua del estanque.
Una noche, mientras la luna estaba llena y su reflejo parecía más brillante que nunca, Lila se acercó al borde del agua y se dijo a sí misma:
—¡Qué hermosa es la luna! ¡Cómo me gustaría tenerla!
Convencida de que podía alcanzar la luna, Lila dio un gran salto hacia el reflejo, pero solo consiguió hundirse en el agua fría. Sin desanimarse, intentó una y otra vez, saltando con todas sus fuerzas, pero siempre terminaba en el fondo del estanque. Exhausta y frustrada, Lila se sentó en una roca y suspiró.
En ese momento, una vieja tortuga llamada Muna, que había estado observando los intentos de Lila, se acercó lentamente.
—¿Por qué estás tan triste, pequeña rana? —preguntó Muna con una voz suave.
Lila levantó la mirada y vio a la tortuga, que la observaba con ojos amables.
—Quiero atrapar la luna —respondió Lila con un tono de tristeza—. Es tan hermosa y brilla tanto en el agua, pero cada vez que salto, no logro alcanzarla.
La tortuga sonrió con sabiduría y le dijo:
—Lila, lo que ves en el agua no es la luna real, sino solo su reflejo. La verdadera luna está en el cielo, lejos de nuestro alcance.
Lila, sorprendida por las palabras de la tortuga, miró hacia el cielo y luego de nuevo al agua.
—¿Entonces nunca podré tener la luna? —preguntó Lila, con una mezcla de decepción y curiosidad.
—No, pequeña —respondió la tortuga—. Pero no necesitas poseerla para disfrutar de su belleza. La luna está allí para todos nosotros. A veces, lo que más deseamos no es algo que podamos atrapar o poseer, sino algo que simplemente debemos apreciar desde la distancia.
Lila se quedó en silencio, reflexionando sobre lo que la tortuga le había dicho. Se dio cuenta de que había estado persiguiendo una ilusión, tratando de alcanzar algo que nunca podría tener en sus manos.
—Creo que entiendo ahora, Muna —dijo Lila con una sonrisa—. La luna es hermosa tal como es, y no necesito atraparla para disfrutar de su luz.
La tortuga asintió lentamente.
—Esa es la verdadera sabiduría, Lila. Aceptar las cosas como son y encontrar la belleza en ellas, sin intentar poseerlas o cambiarlas.
Desde aquella noche, Lila dejó de intentar atrapar el reflejo de la luna. En lugar de eso, cada vez que la luna brillaba en el cielo, se sentaba en su roca favorita y simplemente la observaba, sintiéndose en paz y contenta con su presencia.
Y así, en el tranquilo estanque, Lila aprendió una valiosa lección: la verdadera sabiduría no siempre consiste en alcanzar o poseer lo que deseamos, sino en aprender a valorar y apreciar lo que ya tenemos.
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