El rey que buscaba la felicidad eterna

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El Rey Valerius era un coleccionista de momentos felices. En su palacio, tenía una sala dedicada a ellos. Había un cuadro que intentaba capturar la exacta tonalidad de un atardecer perfecto; un frasco de perfume que pretendía encerrar el aroma de una rara flor que solo abría una noche al año; una caja de música que repetía la melodía exacta de una risa amada.

Sin embargo, el rey era profundamente infeliz. Porque el cuadro no le calentaba el rostro como el sol de aquel atardecer, el perfume olía a un recuerdo muerto y la melodía mecánica carecía del alma de la risa. Su obsesión por poseer la felicidad le impedía sentirla.

Un día, emitió un decreto: concedería la mitad de su reino a quien pudiera traerle un momento de alegría y hacerlo eterno.

Llegaron alquimistas con pócimas y magos con hechizos, pero ninguno pudo detener el tiempo. Finalmente, se presentó ante él una anciana llamada Elara, la cuidadora de los jardines reales. No traía frascos ni pergaminos. —No puedo darte lo que pides, Majestad —dijo con una voz serena—. Pero puedo mostrarte dónde se esconde. Solo te pido que camines conmigo un día, desde el alba hasta el alba, sin tu corona.

Intrigado, el rey aceptó.

Al amanecer, Elara lo llevó a una colina. El cielo comenzó a teñirse de colores imposibles. Valerius, cautivado, sintió una punzada de alegría pura. «¡Esto! ¡Quiero esto para siempre!», pensó. Pero a medida que el sol se elevaba, los colores vibrantes se desvanecieron en un azul pálido. La tristeza lo invadió. —Se ha ido —lamentó. —No —corrigió Elara—. No se ha ido. Ha dado paso a la belleza de la mañana.

Luego, lo guio hasta un río caudaloso. —Intenta sostener el río en tus manos, Majestad. Valerius ahuecó las manos y las sumergió, pero el agua se le escurría entre los dedos. Cuanto más apretaba, más rápido la perdía. —¡Es imposible! —exclamó, frustrado. —Lo es —asintió Elara—. La alegría del río no está en poseerlo, sino en dejar que te atraviese.

Por la tarde, en el jardín, se detuvieron frente a un rosal que ostentaba una única rosa de un rojo perfecto. —Es la flor más bella que he visto —dijo el rey—. Ordenaré que la pongan en un jarrón de cristal para que no se marchite. Elara señaló los pétalos caídos de la flor de ayer, que ya eran abono en la tierra, y luego un capullo verde y apretado que esperaba su turno. —Su belleza es tan intensa precisamente porque es fugaz, Majestad. Si esta flor no se marchitara, ese capullo nunca tendría la oportunidad de florecer. Su muerte es una promesa de nueva vida.

Al caer la noche, regresaron al palacio y se sentaron en el jardín. Era la noche en que florecía la «Dama de la Luna», aquella flor cuyo aroma había intentado capturar en vano. Cuando los pétalos comenzaron a abrirse, una fragancia sublime e indescriptible llenó el aire.

El Rey Valerius sintió una felicidad tan perfecta y abrumadora que le cortó la respiración. Su primer instinto, su vieja y arraigada costumbre, fue gritar: «¡Llamad al perfumista! ¡Atrapad esto!».

Pero entonces, recordó el amanecer, el río y la rosa. Miró a Elara, que simplemente estaba sentada, con los ojos cerrados, respirando el momento.

Y por primera vez en su vida, el rey no hizo nada.

No intentó poseer el momento. No luchó contra su inevitable final. Simplemente, se entregó a él. Respiró el aroma, sintió la paz de la noche y permitió que esa felicidad perfecta fluyera a través de él, como el agua del río. Sabía que se desvanecería, y en esa aceptación, encontró una alegría más profunda y serena que nunca.

Horas después, el aroma se había ido, pero la paz permanecía en su corazón. Se giró hacia Elara. —No me has dado la felicidad eterna —dijo el rey. —No, Majestad —respondió ella—. Te he dado algo mucho mejor: la libertad para disfrutar de la felicidad efímera.

El Rey Valerius nunca volvió a coleccionar momentos. Desmanteló su sala de tesoros y convirtió el palacio en un lugar de música y danza, de jardines que florecían y se marchitaban con las estaciones. Había buscado una felicidad que fuera como una joya: sólida, inmutable y muerta. Y en su lugar, había encontrado una que era como un río: siempre cambiante, siempre fluyendo y, por ello, maravillosamente viva.

Fin.

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