El espejo que no reflejaba rostros

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En un tiempo en que las montañas aún guardaban secretos, un joven llamado Arion vivía atormentado. Para él, el mundo era un lugar hostil, los rostros de los demás eran máscaras de juicio y el futuro, un camino sembrado de espinas. Su percepción era su propia celda, y cada día los barrotes se sentían más estrechos.

Habiendo agotado toda esperanza, oyó hablar de un viejo maestro, Lien, que vivía en un monasterio olvidado en los picos más altos. Decían que poseía un espejo que no mentía, un espejo que revelaba la verdadera naturaleza de las cosas. Con el peso de su angustia a la espalda, Arion emprendió el viaje.

Encontró a Lien en un patio silencioso, barriendo hojas caídas con una atención plena que parecía un acto sagrado. Sin necesidad de palabras, el maestro supo a qué venía el joven y lo guio al interior de una sala austera. Allí, colgado en una pared de piedra, estaba el espejo. Su marco era de una madera oscura y desconocida, tallado con figuras que se entrelazaban como las raíces de un árbol milenario.

—Mira —dijo Lien, con una voz que era poco más que un susurro.

Arion se acercó y contuvo el aliento. El espejo no le devolvió su reflejo. En su lugar, vio un paisaje desolador: un cielo cubierto de nubes de plomo, una tierra gris y agrietada de la que brotaban zarzas afiladas, y un viento que aullaba con un sonido solitario.

—¿Qué es esto? —preguntó Arion, horrorizado. —Es el mundo —respondió Lien—. El mundo que ves porque es el mundo que llevas dentro.

Desolado, Arion se sentó en el suelo. En ese momento, una niña pequeña que jugaba cerca tropezó y cayó, rompiendo a llorar más por el susto que por el dolor. Instintivamente, Arion se levantó, se acercó a ella, le limpió la tierra de las rodillas y le susurró una tontería que la hizo soltar una risa acuosa.

—Ahora, mira de nuevo —dijo el maestro Lien.

Arion se giró hacia el espejo. El paisaje seguía siendo yermo, pero en el punto exacto donde él había consolado a la niña, una de las zarzas había florecido, dando una única y perfecta flor de loto de un blanco luminoso. La luz de esa flor parecía calentar un pequeño trozo de la tierra a su alrededor.

—La percepción no es solo lo que recibes, sino también lo que ofreces —dijo Lien—. La luz que entregas a otros ilumina tu propio reflejo.

Finalmente, el maestro le entregó a Arion una pequeña piedra de río, increíblemente lisa y pulida por el agua. —No intentes cambiar el espejo. No luches con el paisaje que ves. Simplemente, siéntate y siente esta piedra. Siente su peso, su historia silenciosa, su calma. Deja que su paz sea la tuya, aunque solo sea por un instante.

Arion se sentó, cerró los ojos y sostuvo la piedra. Se concentró en su tacto, en su frescura, en su simple y rotunda existencia. Dejó que el ruido de su mente se calmara, anclado en la realidad de esa pequeña piedra. No supo cuánto tiempo pasó, pero cuando abrió los ojos y miró al espejo por última vez, el paisaje había cambiado por completo.

El cielo de plomo se había abierto, revelando un crepúsculo teñido de violeta y oro. La tierra agrietada era ahora un campo de musgo suave, y las zarzas se habían convertido en árboles cuyas ramas se mecían con una brisa suave. El espejo no reflejaba un paraíso, pero sí un lugar lleno de serenidad y potencial.

Arion se giró hacia el maestro, con los ojos llenos de una nueva comprensión. —El espejo nunca ha cambiado, ¿verdad?

Lien sonrió. —El espejo solo muestra la verdad de tu corazón. No puedes forzar un paisaje hermoso, pero siempre puedes elegir sostener la calma en tu mano.

Arion emprendió el camino de vuelta al valle. El mundo no había cambiado, pero su forma de verlo sí. En los rostros donde antes veía juicio, ahora encontraba historias. En el futuro que parecía un campo de espinas, ahora veía un terreno fértil esperando ser cultivado.

Comprendió que todos llevamos dentro un espejo así, y que la realidad que nos devuelve no es un veredicto, sino una invitación: la invitación a cultivar el paisaje interior que deseamos ver reflejado en el mundo.

Fin.

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