La montaña vacía

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En el corazón de un valle fértil, se erigía la Montaña Vacía. Su cumbre, perpetuamente velada por las nubes, era un imán para los ambiciosos y los soñadores. Las leyendas decían que en su cima se concedía una paz inquebrantable, pero nadie que había subido regresaba siendo el mismo. La mayoría volvía en silencio, con la mirada perdida y el orgullo hecho jirones.

Darian, el escalador más fuerte y rápido del valle, decidió que él sería diferente. Se jactaba en la plaza del pueblo de que la montaña no era más que roca y hielo, y que él la «conquistaría» antes del próximo festival. Su ego era una armadura brillante que todos admiraban.

Ese mismo día, una anciana tejedora llamada Elara, cuyas manos conocían la paciencia de los hilos, también decidió emprender el ascenso. No hizo ningún anuncio. Simplemente, sintió una llamada en el viento, una curiosidad serena por conocer el silencio de las alturas.

Comenzaron el viaje al amanecer.

Darian atacó la montaña. Cada paso era una afirmación de su fuerza, cada obstáculo, un enemigo a batir. Saltaba sobre las grietas con desprecio y maldecía las rocas sueltas. Veía a Elara a lo lejos, moviéndose con una lentitud que él confundía con debilidad, y sonreía con arrogancia. Su mente era un torbellino de futuras glorias, del aplauso del pueblo, de la envidia de sus rivales.

Elara, por su parte, caminaba en comunión con la montaña. Sus pies no golpeaban el sendero, lo acariciaban. Se detenía a observar la resiliencia de una flor que crecía en la grieta de una roca y sentía gratitud por el agua fresca de un manantial que brotaba de la piedra. Su mente estaba tan silenciosa como las laderas, su única compañía era el ritmo de su propia respiración y el susurro del viento.

Empujado por su ambición febril, Darian llegó a una cornisa alta y escarpada. Creyendo que era la cima, se irguió con los brazos en alto y lanzó un grito de triunfo que el eco le devolvió con un sonido hueco. Pero entonces, las nubes se apartaron por un instante, como un telón que se abre, y revelaron la verdadera cumbre: un pico blanco y afilado, mucho más alto, inalcanzable.

La montaña se había burlado de él. Su armadura de ego se hizo añicos, y un frío más intenso que el del viento helado lo invadió. La rabia y la desesperación lo inundaron. Derrotado, se desplomó sobre la roca, su conquista convertida en una humillación.

Mucho más tarde, Elara llegó a la misma cornisa. No mostró triunfo, solo una serena apreciación por la vista. Vio a Darian, una figura rota en la desolación, y se sentó a su lado en silencio. Abrió su zurrón y le ofreció un trozo de pan y un sorbo de agua. Darian, cuya soberbia se había evaporado, aceptó con una gratitud que nunca antes había sentido.

Después de un rato, Elara se levantó. Miró hacia la verdadera cumbre, no como un desafío, sino simplemente como la continuación del camino. Y comenzó a caminar de nuevo, con su paso lento y constante.

Darian la observó. Por primera vez, no vio debilidad en su ritmo, sino una fuerza inquebrantable. Habiendo perdido su ego, se encontró con algo nuevo: la humildad. Se puso de pie y comenzó a seguirla, no para competir, sino para acompañar.

Alcanzaron juntos la verdadera cima al atardecer. No había nada allí. Ni un altar, ni un tesoro, ni un trono. Solo el viento, un silencio profundo y una vista infinita del mundo extendido bajo un cielo violeta.

Fue en esa vasta nada que Darian lo comprendió todo. La montaña era «vacía» porque no había nada que el ego pudiera reclamar como suyo. El premio no estaba en la cima, sino en el vaciamiento de uno mismo que el camino exigía. La verdadera conquista no había sido sobre la montaña, sino sobre su propia necesidad de conquistar.

Descendieron en un silencio cómodo, como viejos amigos. Darian regresó al valle. Seguía siendo el hombre más fuerte, pero ahora su fuerza era tranquila. Había aprendido que las cimas más importantes no son las que se pisan con los pies, sino las que se alcanzan con el corazón, y que esas, a menudo, no son tronos, sino espacios vacíos llenos de paz.

Fin.

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